La monstruosa historia del escuerzo maligno y de sus mañas mortíferas para atraer a los incautos

C. 2002

Érase que se era, en lo más profundo de una depresión del terreno inundada, un escuerzo monstruoso, del tamaño de un gato, que ejercía su tiránica soberanía sobre aquel reino hundido de eutrofizada insania. Día y noche las larvas de libélula danzaban mazurcas obscenas alrededor de aquel, su señor, padre de la pestilencia y urdidor de tamaños trueques que empequeñecían al mismo sol. Pero en la vil y abyecta mente de la criatura, bajo capas estratificadas de falsa autocomplacencia, se fue macerando un deseo potente, de terror sin límites, reflejado en las pupilas de sus víctimas inermes. Así, una noche sin luna, el furor centelleó en sus ojos mientras iniciaba el ascenso, acompañado de las tres primeras notas de la escala menor, en orden ascendente, hasta culminar al borde del estanque, parangón sin límites de desolada irrealidad. Mientras, el otolito fanerogamista recitaba los biotipos de Raunkiaer, desde lo profundo del oído del pez garbanzo, con diabólica letanía, anunciando la desgracia.

Al contacto con los aires y ventiscas de la serranía, la piel del batracio tornose coriácea, mientras proseguía su avance incansable avivado por una llama interna de prístina determinación. Sus pies engarfiados arañaron muchas leguas a la sombra de los olivos, o bajo el intenso ardor del mediodía, o al rumor de las hojas de los chopos al atardecer. Pero su voluntad era de hierro, sus ojos, de fuego, y las chispas saltaban en ellos como los electrones en una capa de valencia. De tanto en tanto elongaba su lengua bífida, purpúrea, para captar el rastro de su anhelada presa.

Y de esta manera los céfiros conspicuos trazaron sus huellas hasta las inmediaciones de Barranco Ontur, donde con calcárea firmeza observaban las rocas el paso de los milenios. Sus suelas hicieron crujir las hojas de los pinos, sus abnegadas extremidades se enredaron con la resina allí dispuesta, y profanaron más tarde el espacio circular de la era, y las fuerzas mágicas allí reunidas.

A buen pronto llegó el escuerzo a la vista de la casa, apuesta vivienda recostada tranquilamente contra la ladera. Y allí detúvose el animal a observar las idas y venidas de sus habitantes, sus quehaceres, sus hábitos y sus costumbres más cotidianas. Sus maltrechas retinas se acostumbraron a la espera, a la vigilia sin pausa, en tanto en su primitivo cerebro las neuronas chispeaban como una tormenta eléctrica, trazando un plan.

La madrugada del día fatídico, la ronca voz del señor de las aguas turbias se alzó sobre los montes, congregando a sus huestes, los insectos del día, y desafiando a su archienemigo el sol, que ya asomaba entre las cumbres como un aro de oro. Aquel día había sido llamado para ser el más caluroso y agobiante de los que había sufrido el valle, y a tal designio lo convocó el anfibio de los mil engaños, concentrando todo el poder de su esencia obscura. Ni un minuto pararon las chicharras de entonar su canto, chirriando, con más fuerza si cabe, las horas en que el astro rey alcanzaba su cenit. No pudieron las ramas evitar doblegarse, curvarse en miserables reverencias, ante los rayos ultravioletas que el príncipe de las algas estaba concentrando en el área. El propio escuerzo, víctima de su propio maleficio, pervivía a duras penas bajo una capa de pinocha, a punto de evaporarse en una nube de hedor de pantano.

A medida que pasaban las horas el equilibrio térmico de la casa iba doblegándose a la alta temperatura exterior, y al anochecer sus ocupantes, exhaustos, agradecieron con la mirada la retirada del disco solar. Poco sabían que tal cansancio los había predispuesto hacia una nueva sensibilidad hacia lo desconocido, y a un lirismo sin precedentes.

Tras la cena, los miembros más jóvenes de la familia se congregaron en una de las alcobas superiores, provista de paredes encaladas y múltiples camas. Eran cuatro personas: un niño de unos diez años, la hermana mayor de éste y sus dos primas que diferían apenas en edad. Sus cuerpos estaban abatidos por el suplicio recibido por el calor, y anhelaban intensamente el descanso del sueño nocturno, cuando suspiraban y exhalaban en la modesta estancia.

La luna ya despuntaba sobre los pinos cuando de la profundidad surgió una extraña melodía, ora terrenal, ora inhumana, que brotaba del aire y flotaba alrededor de los prados como un velo invisible. Reinaba entonces una gran quietud en los alrededores, y al no ver nada, dedicáronse los jóvenes a comentar el fenómeno.

-Es el son de la flauta de madera de pinsapo, que nombrara el viejo de la fortaleza. – Aseguró la mayor de las primas.

-Es el maligno, que con su arte sibilino, de aire isabelino, pretende en su sino, robar una prenda de lino. – Aclaró la prima de menor edad.

-Robar una prenda de lino, de color albino, tendría primor sin tino en su cuerpo ladino. – Comentó el hermano.

-Ese tejido es fino, mas en mal momento opino, que mi pijama vino de allá donde acaban los pinos. – Se lamentó la hermana.

Todos miraron a la joven, que lucía, efectivamente, un fino pijama de lino blanco, mancha clara en la penumbra del cuarto. La prenda de noche, traída expresamente de la pequeña localidad francesa de Painet-sous-Cisson, era la única disponible para ella aquella noche, y su efímera hechura la salvaba del calor. Al momento cesó la canción de sus temblores, y al reinar el silencio, todos intentaron conciliar el sueño.

Bien cerrada la noche, la joven se apeó de su cama, maltratada por el insomnio fruto de un temor irracional y temerosa del ulular del viento. Sus pies descalzos avanzaron torpemente por el suelo, renegando del contacto con las gélidas baldosas. Fuera, la noche destilaba su esencia de misterio, proyectando sombras donde luz no había, encendiendo estrellas, destruyendo sueños, respirando con su oculto aliento. Y allá en la espesura, no se oía una risa burlona, ni se escapaban las ánimas de sus lechos, la arboleda atendía al trasiego de los jabalís. La propia casa reposaba a su manera.

La chica se dirigió al cuarto de baño a lavarse, esperando no despertar a nadie. La habitación estaba vacía y en calma, los reflejos allí no se movían. Abrió el grifo con mano trémula y de él brotó la música, aquel son que la intrigaba. Allí en el baño había algo, estaba goteando, y tocaba con flauta de caña, o de hueso quizás, un estático artificio, un señuelo que atraía sin posible resistencia. La puerta se cerró sin hacer ruido y las paredes se enfriaron un poco más. Ante ella se encendieron unos ojos rojos, de fuego, que helaron de espanto sus venas y se apoderaron de su alma, arrastrándola en una espiral de pánico, rompiendo su mente en pedazos. El ser de la noche crecía sin límites envolviéndolo todo con zarcillos de locura, su boca se abría en una arcana sonrisa y alargaba ya las fosas nasales en la devota absorción de su miedo. Toda la sala brillaba de fuegos fatuos y aroma a muerte.

Rápidamente, la víctima tanteó en la repisa junto a su brazo, tirando por el suelo las cosas que en ella había, al tiempo que gotas de cieno infecto caían del techo y corrían por las paredes, y el demonio estallaba en una risa sórdida, de perverso placer. Sus manos apresuradas toparon con un bote de espuma de afeitar, y sin pensarlo dos veces, embutió tal artefacto en la abertura que tenía delante, teñida de rojo sangre, que se abría con la risa. El bote se abrió, expandiendo su volátil contenido en las entrañas del cazador de almas, hinchando sus membranas y sus órganos, hasta que su podredumbre milenaria, intensificada por el por el calor y la maldad, expiró de su interior en una nube de gas inmundo, abandonando una carcasa inerte y reseca que aún miraba con gesto de odio.

La mañana siguiente nació refrescada por las nieblas del alba, y los visitantes de la casa se dirigieron alegremente a desayunar. Sólo una persona recordaba todavía la melodía septentrional que tanto susto causaba, y sus funestas consecuencias.

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