El leñador, el médico y la muerte
Octubre de 2003
Desperté en mitad de la noche, sobresaltado por un calor infernal y un humo nigérrimo que amenazaba con asfixiarme. A duras penas pude levantarme, y de un salto, salir de la cabaña donde vivía, yendo a caer a la áspera hierba. Tosiendo y maldiciendo, me alejé de las llamas, hasta que, considerado a salvo, me senté impotente a contemplar cómo el fuego devoraba mis escasas pertenencias.
Apenas me hube recuperado, monté un fuego en dirección contraria, para que las llamas se ahogaran unas con las otras y no ardiera todo el bosque. Poco a poco el fuego se fue consumiendo, y una alta humareda se elevó hasta el cielo. Exhausto, me dirigí hacia un refugio de pastores que había no muy lejos, pero estaba tan agitado que no pude volver a dormir bien en toda la noche.
A la mañana siguiente me levanté con la aurora, y comencé a caminar hacia el pueblo, que se hallaba abajo en el valle. Había perdido mi medio de vida, debía procurarme de nuevo un hacha para volver a vender leña. Si no conseguía ninguna, me quedaría en el pueblo hasta que pudiera regresar al bosque, donde sentía que estaba mi vida.
Bordeé el río siguiendo las piedras grises y redondas. Hacía un buen día, el cielo no tenía ni una nube, y pronto el aire fresco y el calor del sol alejaron mi sueño y mis malos pensamientos. Al cabo de un tiempo el río ante mí fue perdiendo fuerza, haciéndose más manso y profundo, y el valle se ensanchó, dejando espacio para cultivos y caminos. Atravesé el río por un puente, que marcaba el límite del pueblo.
Las haciendas estaban esparcidas por los bien cuidados planteles de verduras. Caminé por el camino de tierra, buscando una casa donde hacía unos años había conseguido trabajo de carpintero. No tardé en encontrarla, en una de las laderas; destacaba por su elegante color blanco y por su perfecta simetría.
Llegué al camino secundario que llevaba hasta la puerta. Estaba desierto, las ramas lo cubrían en algunos tramos. De los candiles, apagados, de las ramas de los árboles y de las ventanas de la casa colgaban tiras negras, que me hicieron sentir triste sin saber por qué. Me acerqué a la puerta de servicio, pero estaba cerrada, por lo que, tras un momento de duda, decidí llamar a la puerta principal de la casa.
Me recibió una mujer completamente vestida de negro. En su cara delgada empezaba a surtir efecto la edad, su pelo, que empezaba a blanquearse, estaba recogido con una cinta negra. Me miró fijamente con ojos enrojecidos, y me habló.
-Ah, era usted. Hacía ya tiempo que le esperábamos. Tenga la amabilidad de seguirme. -
Sin comprender nada, entré tras ella en la casa. Todos los muebles y objetos de la misma estaban tapados con telas negras, sólo algunos retratos, caras mudas del pasado, permanecían al descubierto. La mujer me pidió que esperara en una pequeña estancia, con las cortinas cerradas, iluminada por un candelabro de oro.
En la espera, me miré las manos, pero no eran las mías. Eran unas manos pálidas y finas, en un brazo vestido de un caro tejido negro. Miré mi cuerpo, delgado y débil, contenido en un traje de seda. Junto a mi pequeño pie, en un zapato lustroso, reposaba un maletín. La mujer vino, rompiendo el hilo de mis pensamientos, y me condujo al salón.
El gran salón en penumbras estaba ocupado por muchos habitantes del pueblo, que ocupaban asientos a lo largo de las paredes. Al fondo, en un ataúd, se entreveían los rasgos de un cadáver, al que, de cuando en cuando, se le dirigían miradas de dolor. La escena, el hecho de no saber quien era yo, ni que tenía que hacer, me produjo un horrible malestar, que estuvo a punto de hacer doblar mis frágiles rodillas.
Me acerqué con pasos lentos hacia el muerto, seguido por la mirada de todos. Abrí el maletín, que llevaba en la mano, en una mesilla, y pude ver unos instrumentos médico en el interior. Cuando me fijé en el cuerpo inerte, descubrí que tenía los ojos abiertos. A la débil luz de las velas pude ver reflejado en el blanco de sus ojos un rostro, mi rostro, un cadavérico rostro de médico inclinado hacia delante.
De pronto, la faz de médico no era sólo un reflejo, la imagen era más nítida, veía claramente sus pupilas mirándome, sentía su aliento débil en la aletargada piel de mi cara. Exasperado, me levanté, y todos los ocupantes de la sala me miraron con los ojos desorbitados. El médico sacó una inyección de su maletín y me la aplicó en el brazo. Dejé de sentir mi cuerpo, que volvió al reposo, sólo mi mente permaneció despierta, pero no por mucho tiempo.
-Señoras y caballeros, vuelvan a la calma. Lo que acabamos de presenciar es una reacción post-mortem no demasiado infrecuente en la cual los músculos se contraen debido a un impulso eléctrico. Por ello he inyectado una solución que dilatará los músculos, para que nuestro benefactor pueda recibir sagrada sepultura. – dijo el médico mientras mi conciencia se perdía en un negro abismo.
Los visitantes de la sala suspiraron aliviados.